Apuntes marginales a Fragmentar el futuro de Yuk Hui.
Por Martín Prestía
Las líneas que siguen fueron motivadas por la lectura de Fragmentar el futuro. Ensayos sobre tecnodiversidad, un libro de publicación reciente en nuestro país. Su autor, Yuk Hui, propone re-abrir la pregunta por la técnica de cara a resquebrajar la homogeneización a la que ha conducido la globalización. Ingeniero y filósofo, sus incursiones en torno a las diversas relaciones entre ser humano y naturaleza —técnica y medioambiente, cultura y naturaleza, máquina y organismo, etc.—; la comprensión dialéctica del vínculo existente entre universalidad y particularidad y su apertura, más bien cautelosa, hacia lo local y la tradición, que se completa con una diatriba contra los extremos filosófico-políticos progresista y reaccionario; su impugnación de las renovadas iteraciones del culto a la religión técnica y de sus anacrónicos iconoclastas; su crítica a la posibilidad de asumir la técnica moderna como un simple medio, entre otros aspectos, actualizan una serie de problemas ético-políticos que están en el centro de nuestro ciclo histórico-espiritual, determinado por la Modernidad capitalista. Hui conduce su investigación hacia La pregunta por la técnica en China —título de otro de sus libros. Al incorporar la técnica occidental, China ha hecho más que tomar una serie de adelantos tecnológicos. Sus presupuestos metafísicos no han sido puestos en duda, tampoco sus implicancias éticas y epistemológicas. La técnica occidental se expande, ante todo, como la plataforma material de una única cosmología, como expresión de una modernización que hay que comprender como «sincronización». A título exploratorio y tentativo, recorreremos algunos de los temas y textos propuestos por Hui, a fin de intentar dar con unos pocos hilos que puedan enhebrarse a algunas de nuestras mejores tradiciones filosófico-políticas nacionales.
- La crisis del espíritu occidental
En 1919, Paul Valéry escribe dos cartas públicas a las que titula La crisis del espíritu. Turbado aún por el hondo sacudón de la guerra, imbuido del mismo pathos epigonal que buena parte de sus contemporáneos europeos, Valéry confiesa, con entonación melancólica: “ahora percibimos que el abismo de la historia tiene capacidad suficiente para el mundo entero. Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Las cartas de Valéry trasuntan, ante todo, la crisis de la conciencia moderna, que había colocado sus esperanzas en la acción liberadora de la ciencia: “es un hecho la ilusión perdida de una cultura europea y la demostración de la impotencia del conocimiento a la hora de salvar cualquier cosa; es un hecho que la ciencia está dañada mortalmente en sus aspiraciones morales y deshonrada por la crueldad de sus aplicaciones”.
Si bien La crisis del espíritu pinta el paisaje de una Europa agotada por el enfrentamiento bélico, Valéry se apura en precisar que ese agotamiento hunde sus raíces en el nihilismo previo, signado por una proliferación casi infinita de perspectivas intelectuales y filosóficas y una acumulación desenfrenada y contradictoria de puntos de vista, hechos y descubrimientos. No estamos aquí demasiado lejos de la “tragedia de la cultura” de Simmel. Ambos beben de aquel manantial inagotable que se llamó Nietzsche. En ese sentido, los apretados párrafos valérianos recuerdan al diagnóstico sobre nuestra cultura alejandrina, muerta por exceso de conocimiento histórico y pérdida de ímpetu creador, entumecida por el alejamiento de su “seno materno mítico”.
En su segunda carta, Valéry lanza al lector la que considera una “pregunta crucial”, que aquí glosamos: tras la Gran Guerra, ¿se convertirá Europa en lo que realmente es, esto es, una pequeña extremidad del continente asiático; o seguirá siendo lo que parece, “el cerebro de un vasto cuerpo”, “la parte preciosa del universo terrestre”? La ciencia moderna y sus derivaciones técnicas, difundidas alrededor del globo, se vuelven ahora contra Europa, inclinando la balanza en las relaciones de poder internacional: “la desigualdad que existía entre las regiones del mundo desde el punto de vista de las artes mecánicas, las ciencias aplicadas, los recursos científicos de guerra o paz, la desigualdad en que se basaba el predominio europeo, tiende a desaparecer gradualmente”.
Siete años después de publicadas las cartas sobre La crisis del espíritu, un joven argentino escribe, para el diario El País, de Córdoba, una breve síntesis crítica, a la que titula “El teorema de Paul Valéry”. La glosa de amplios pasajes del ensayo valériano es completada con referencias a textos contemporáneos de Maurice Muret y Lothrop Stoddard, escritores reaccionarios que muestran, atemorizados, la descomposición de las naciones “blancas” a causa del ascenso histórico de los “pueblos de color”, y que Carlos Astrada —de este joven argentino estamos hablando— cita de un modo casi irónico, anteponiendo un signo positivo en su valoración, a contramano de los calamitosos pronósticos de aquellos. “La marea ascendente de los pueblos de color”, escribe Astrada, está arrojando “a las playas señeras de Occidente las primeras espumas, cuya efervescencia ya denuncia la fuerza del oleaje que las impele”. Junto con las armas de la técnica, los pueblos extra-europeos blanden también sus espadas “espirituales”, que cifran un “estado de conciencia en progresivo aumento”. 1926: la Gran Guerra ha acelerado la disolución del orden colonial y ha promovido el estallido de varios movimientos nacionales en los países periféricos, que se alzarán definitivamente en las próximas décadas: han despertado “el mundo musulmán” —la efímera Rebelión árabe de mediados de la década de 1910, el conflicto greco-turco de la posguerra y la Gran Revuelta de Siria son otras tantas muestras de ello— y el “continente africano” —en el que se destacan la independencia de Egipto y las fallidas sublevaciones marroquíes contra la dominación española y francesa—; el Japón, por su parte, avanza en su crecimiento económico e industrial que lo llevan a una “situación preponderante en Asia”, y acentúa la deriva bélica que lo conducirá a la Segunda guerra; la “rebelión, todavía subterránea, en la India”, atestigua el ascenso de la figura monitora de Gandhi —por quien Astrada sintió profunda admiración en su juventud. Detrás de todos estos fenómenos histórico-políticos, se erige el gran “mito” que “ha fecundado la conciencia del mundo” —tomamos la expresión de un escrito astradiano de 1921—: la lucha de los bolcheviques, que ha logrado imponerse, pese a las dificultades sufridas, en esa extensa porción de Eurasia que se resiste a ser Occidente.
Puede aventurarse que el joven Astrada también consideraba bajo esa misma perspectiva a las posibilidades que abría el continente americano. En “Arte mexicano”, un artículo de 1925, destaca la labor del pueblo hermano, que “ha sacudido el yugo de las dictaduras” y se ha convertido en el “crisol en que se depuran, para adquirir consistencia perdurables, los valores espirituales en que mañana fincará la civilización americana”. El activismo político-cultural de la Reforma universitaria, que lo tuvo como uno de sus destacados protagonistas, se proyectó, en la aspiración de algunos de sus líderes, como una gesta americana capaz de remozar la civilización “greco-latina”. No obstante, Astrada no llega a las encendidas formulaciones de Saúl Taborda, su coterráneo, quien en Reflexiones sobre el ideal político de América (1918) —tumultuoso río en que el movimiento estudiantil bebió para forjar su imaginario político—, confiere a nuestro continente la posibilidad de promover una rectificación del «viejo mundo». Habrá que esperar a la década de 1930 para que Astrada comience a entrever de un modo más claro la importancia del continente americano como ámbito cultural distintivo.
Como una suerte de paradójica vislumbre de futuro —de su futuro, incluso—, en “El teorema de Paul Valéry” Astrada se detiene en un singular pasaje de El ocaso de las naciones blancas, el libro de Muret editado en 1925. En él, el publicista suizo señala que “los sátrapas chinos, en la guerra que se hacen entre ellos, usan gases asfixiantes y otros medios de destrucción que nos han aprendido”, aunque también han adoptado “novedades un poco menos homicidas”, como “el automóvil” y “el teléfono”. El orgullo herido de europeo —que, por otra parte, no busca disimular su racismo— hace espetar a Muret la tosca queja: “lejos de haber aumentado su admiración por el genio occidental, el empleo de estas invenciones diversas ha embriagado del sentimiento de su competencia y de su igualdad”. Astrada completa el párrafo con las siguientes palabras, también tomadas de Muret: “desde el momento que nosotros sabemos telegrafiar y conducir un 40 caballos, declaran ellos —los “sátrapas chinos”—, ¿en qué somos inferiores a estos blancos que nos oprimen y nos explotan?”. Cuesta no imaginar al joven filósofo cordobés con una indisimulable sonrisa en sus labios.
Hacia mediados de 1960, Carlos Astrada viaja a China, donde tiene lugar su célebre encuentro con Mao. El filósofo argentino tiene ya 66 años, y ha trazado una singular parábola intelectual y política. Su anarquismo espiritualista y vitalista de juventud dejó paso al nacionalismo revolucionario, primero, y al compromiso con el justicialismo, después, aunque nunca cesó de manifestar su entusiasmo por las perspectivas de emancipación abiertas en tierras eslavas. En la década de 1960, sin embargo, consumado su alejamiento del peronismo y agotadas sus esperanzas depositadas en la Unión Soviética, la China Popular se presenta a sus ojos como el último avatar de la gran gesta heroica de liberación del ser humano, un vibrante eslabón en el camino dialéctico hacia el reencuentro del hombre consigo mismo.
“Hoy, la República Popular China es el lugar de focalización de la historia de la humanidad venidera”, escribe en “Convivencia con Mao Tsetung en el diálogo”, publicado en la revista Capricornio en 1965, uno de los dos artículos en que da cuenta de su entrevista con el Gran Timonel, a quien considera el gran “líder de la revolución mundial anticolonialista y antiimperialista”. El otro, “Mao Tsetung y la Revolución cultural”, está recogido en el libro Testigos de China, editado por Carlos Pérez en 1968, y que completan las firmas de Bernardo Kordon, Juan J. Sebreli, Andrés Rivera, Elías Semán, Ricardo Rojo y Carlos M. Gutiérrez.
En esos artículos, Astrada destaca el nuevo ensayo de vida sembrado en las Comunas populares; los aportes de Mao a una más plena concepción de la contradicción y la dialéctica; y el aspecto fuertemente agrario de la revolución, que trasunta una adopción del marxismo a la forma nacional y a las tradiciones vernáculas de lucha y organización. Como antes Moscú, Pekín representaba, para Astrada, el “gran faro de luz” de la humanidad, el “centro catalizador de todas las esperanzas universalistas que impulsan a las constelaciones continentales y raciales a buscar y a afirmar, en diario combate liberador, la integración de las soberanías nacionales en la unidad viviente del linaje humano, dentro de la diversidad de las culturas y ámbitos étnicos”. Resuena aquí la lección aprendida en Colonia junto a Scheler, hacia fines de la década de 1920, en torno a la próxima “era del equilibro” o la “nivelación”, aunque bien podríamos retrotraer esta perspectiva a su más temprana juventud, a cierto «herderianismo» difuso e intuitivo que irá cultivando a lo largo de toda su vida, y que apunta hacia un pluralismo de ámbitos nacionales en que van sintetizadas universalidad y particularidad, y en el que los diferentes pueblos acceden a la humanidad a partir de la profundización de su ser sí-mismo.
A los artículos citados habría que sumar las menciones elogiosas a Mao y la República Popular China, que pueden encontrarse en la mayor parte de los libros publicados en los tres lustros finales de su vida. En el último de ellos, Martin Heidegger. De la analítica ontológica a la dimensión dialéctica (1970), tras una crítica a algunos pareceres del maestro de Friburgo en torno a la técnica, Astrada arguye que “los pueblos de Oriente constituyen actualmente un factor decisivo en la compleja ecuación de la política internacional. Sobre todo China Popular, como líder de los pueblos del tercer mundo o, mejor dicho, segundo mundo, no teme a la guerra termonuclear, y su enorme potencial demográfico es también un arma”. Así, en relación a la apropiación china de los adelantos tecnológicos occidentales, sobre el final de su vida Astrada replicaba la visión que había quedado trazada en su comentario juvenil a Valéry, pues la técnica devenía, una vez más, un factor de primer orden a la hora de quebrar el reparto imperial-capitalista del mundo. En razón de su presunto carácter instrumental, la técnica abría la posibilidad de un horizonte socialista protagonizado por los pueblos extra-occidentales, con China a la cabeza —perspectiva de emancipación que, en pleno siglo XXI, parece haber quedado eclipsada por completo.
“El teorema de Paul Valéry” no es la primera incursión de Astrada en torno al problema de la técnica. Amén de sus diatribas contra el positivismo local —escritos polémicos del filo de las décadas de 1910 y 1920, en que reclama una reorientación de la racionalidad analítica, la ciencia y sus aplicaciones prácticas hacia su fundamento, la “vida”—, en 1925 había publicado un extenso ensayo titulado “La deshumanización de Occidente”, en que impugnaba la civilización contemporánea y su principio, “el factor mecánico”, que convierte al ser humano en un apéndice de sus objetivaciones. Abría con ello una de las líneas centrales de su pensamiento, la que va desde las reflexiones juveniles en torno al problema de la «conversión de los medios en fines» —desplegadas a partir de Simmel, primero, y de su discípulo Freyer, después— hasta la tematización tardía, de cuño hegelo-marxiana, de la alienación, pasando por los análisis óntico-ontológicos de madurez bosquejados bajo la señera inspiración de Heidegger.
En su ensayo de 1925, Astrada se vale del relativismo de Oswald Spengler y del historicismo de José Ortega y Gasset para criticar al “monismo cultural” europeo-occidental. “El hombre blanco de Occidente, en su absolutismo, estaba ya acostumbrado a razonar sobre la civilización o la cultura, refiriéndose exclusivamente a la que él pertenece, como si no existieran otras”. Occidente considera a las demás culturas como meros “aportes históricos a la propia”, del mismo modo que “se tiene en cuenta a las pequeñas corrientes por ser tributarias de un gran río”. Junto con esas críticas al eurocentrismo, Astrada —que no deja de reconocer la importancia de la herencia occidental— apelará a una apertura hacia las categorías éticas y existenciales de Oriente, como una suerte de reservorio “espiritual” capaz de hacer frente al Progreso material desencadenado.
El Renacimiento representa, para Astrada, el alborear de un gran ciclo histórico. Su hija dilecta, la ciencia, permite el despliegue de las potencias del ser humano, pero acaba por convertirlo en un “tornillo de la gran máquina” y un “autómata de la especialización científica”, conduciéndolo hacia la “deshumanización”. Triunfo del factor económico sobre el espiritual y moral, ciencia y técnica como fines en sí mismos, parcialización y fragmentación de la actividad humana; todos ellos son signos de la actual civilización occidental capitalista, que ha relegado al ser humano “al último rango en la tabla de valores”. Se manifiesta así la ausencia de “una idea cultural unificadora” o “ideal orientador”, en cuya rehabilitación coloca Astrada los anhelos de una nueva singladura para el espíritu humano.
Si bien “La deshumanización de Occidente” se apoya críticamente en algunos aspectos de la posición spengleriana, la entera reflexión de Astrada se opone, en definitiva, a la orientación general del pensador alemán. Ya le había dedicado un artículo polémico en 1924, “La Real-politik. De Maquiavelo a Spengler”, cuyo núcleo radicaba en un intento de conciliación de las éticas “idealista” y “empirista”. El texto sobre Valéry, por su parte, tiene como motivación última la impugnación de la “ideología de la decadencia” —verdadera escatología de la desintegración que encuentra en Spengler a la voz más destacada—, a la que opone la frágil esperanza de asistir a una “primavera más para la planta humana”.
El rechazo a la “ideología de la decadencia” es, en Astrada, el reverso necesario de la crítica a la “ideología del Progreso”. La marcha de la Historia depende únicamente de la praxis humana, de su acción creadora. Pesimismo y optimismo ingenuo redundan en una misma posición política: el quietismo. Ambas perspectivas se entregan al determinismo, que arrastra al ser humano hacia el abismo o la siempre aplazada redención, más allá de su voluntad o de su resistencia.
Desde el punto de vista de la indagación en torno a la técnica, “La deshumanización de Occidente” y “El teorema de Paul Valéry” resultan, en lo esencial, incompatibles. Mientras que el último confiere un rol redentor a la técnica moderna —que se convertiría en un arma capaz de subvertir el predominio occidental—, el primero expresa el sombrío cuadro de una incesante revolución de los medios de producción que no haría sino sojuzgar cada vez más a la naturaleza y al ser humano, mutilándolo y entregándolo a la impasible “primacía de las cosas”. No habría posibilidad de instrumentalizar la técnica occidental moderna tal como la conocemos, pues en su seno anida el conflicto político, la sujeción del trabajo al capital y la conversión de hombres y mujeres en “gorilas amaestrados”, como diría Gramsci, para quien la producción bajo los parámetros del fordismo no debía ser considerada como un simple dato económico, sino como una forma de vida.
En relación al problema de la técnica, la entera obra de Carlos Astrada parece navegar en esta dualidad irresuelta. Si en la mayor parte de sus escritos manifiesta un sincero entusiasmo por la posibilidad de colocar la técnica moderna al servicio de un programa de vida regido por fines humanos, por momentos parece invadirlo la temible sospecha de que ello no es, en definitiva, más que una bella aspiración. Ambas posiciones permanecen en el terreno labrado por la técnica occidental, como un horizonte en cierto modo insuperable. A pesar de las posibles críticas, subsiste el ademán astradiano principal: su postulación de la radical autonomía del ser humano. Ante aquella dualidad, la tarea para una posible «salvación» radicaría en desplegar una forma novedosa de técnica, expresión de su libertad irrevocable.
Una primera versión de este trabajo apareció en El Ojo Mocho. Revista de crítica política y cultural, año X, n°9, Primavera-Verano 2021-2022, pp. 135-146. https://elojomocho.files.wordpress.com/2021/11/revista_elojomocho_nro9-1.pdf
Martín Prestía (1990) es Licenciado en Ciencia Política y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magister en Ciencia Política por el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM). Es Docente de la materia “Pensamiento Político Argentino” en la carrera de Ciencia Política de la UBA y becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con lugar de trabajo en el Instituto “Ezequiel de Olaso” del Centro de Investigaciones Filosóficas (INEO-CIF). Sus áreas de investigación actual son el existencialismo y la filosofía argentina del siglo XX. Es Director de la Editorial Meridión. Ha realizado la edición crítica de los libros de Carlos Astrada Nietzsche, profeta de una edad trágica (Meridión, 2021) y El mito gaucho (Meridión, 2023, en co-autoría con Guillermo David), y ha compilado, también de Carlos Astrada, Escritos escogidos. Artículos, manifiestos, textos polémicos. Tomo I [1916-1943] (Caterva, Meridión, FFyH-UNC, UniRío, 2021) y Epistolario (2 volúmenes, Biblioteca Nacional Mariano Moreno, 2022). |