En 2017, hace casi ocho años, escribí un artículo para e-flux titulado «Sobre la conciencia desventurada de los neorreaccionarios», en el que intentaba analizar el auge de los neorreaccionarios en relación con el proceso de globalización.1 2017 puede parecer a algunos como los buenos viejos tiempos, pero no hace demasiado tiempo. Ahora, las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2024 han reconocido oficialmente a los neorreaccionarios y su ideología, concediéndoles la entrada en la Casa Blanca a través del vicepresidente J. D. Vance, estrechamente vinculado a dos de las figuras centrales de la neorreacción, Curtis Yarvin y Peter Thiel.
Allá por 2017, la ideología neoreaccionaria seguía siendo mayoritariamente underground, aunque ganando popularidad en 4Chan, Reddit y en pequeños grupos de intelectuales interesados en la obra de Nick Land, crucial por aportar una profundidad filosófica que los demás no podían. El discurso era muy similar al de las subculturas de Internet, no sólo por la forma en que circulaba, sino también porque integraba la tecnología y el transhumanismo en una visión política de un futuro post-singular. Según esta visión, nos acercamos rápidamente al momento en que las máquinas adquirirán conciencia y su inteligencia superará en consecuencia a la de los humanos. Este momento exigirá que el concepto tradicionalmente humano de política se subordine a la planificación de una superinteligencia mayor.
Las elecciones estadounidenses inician también el cruel proceso de reconfiguración de la época postglobalización, un nuevo orden mundial que invierte una serie de tendencias que habían avanzado desde la Guerra Fría. Las infraestructuras que sostenían el orden neoliberal serán reconstruidas, para bien o para mal. Al mismo tiempo, las elecciones estadounidenses marcan una verdadera liberación del pensamiento político del estancamiento de afirmaciones ideológicas como la tesis del «fin de la historia» de Francis Fukuyama y los grandes discursos de la ideología termodinámica del imperio de la globalización, así como de su otro polo (o gemelo), la izquierda elitista perdida en la corrección política. (El neorreaccionario Curtis Yarvin denominó a esta izquierda de élite la «catedral»).
Lo que yo llamo «ideología termodinámica» es la creencia de que las sociedades deben estar abiertas a las actividades económicas, que los derechos económicos determinan los derechos políticos como la libertad de expresión y los derechos humanos. También es una epistemología política en el sentido de que se transpone de la ciencia al ámbito político. «Mercados libres» y «sistemas abiertos» son las palabras de moda de esta ideología, cuyo triunfo estuvo marcado por la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de la Unión Soviética, como atestiguó Jean-François Lyotard:
El marxismo, último retoño de la Ilustración y del cristianismo, parece haber perdido todo su poder crítico. Cuando cayó el Muro de Berlín, fracasó definitivamente. Al invadir las tiendas de Berlín Occidental, las multitudes de Alemania Oriental dieron pruebas de que el ideal de libertad, al menos de libre mercado, ya había invadido las mentes de Europa Oriental.2
Esta ideología culminó con la entrada de China en la OMC a principios de la década de 2000. La apertura de China al capitalismo global y la actitud no antagonista del Partido Comunista Chino admitieron vagamente el triunfo de la ideología liberal de la globalización, dando incluso la ilusión de que China acabaría siguiendo los pasos de la Unión Soviética. Aunque esta aparente unificación entre Oriente y Occidente a través del capitalismo global marcó el final de la Guerra Fría, no fue el final del antagonismo ni del conflicto. Como sugerí en «Sobre la conciencia desventurada de los neorreaccionarios,» el optimismo de la globalización ha llegado a su fin. La ideología termodinámica que subyace al neoliberalismo sencillamente no funciona cuando el proceso de globalización avanza hasta tal punto que el poder imperial estadounidense deja de ser la única potencia monopolista. La búsqueda de un mundo multipolar por parte de China y Rusia señala claramente esta obsolescencia.
Donald Trump, o más bien su equipo, lo intuyó. El comportamiento inusual y a menudo grotesco de Trump durante su primer mandato conmocionó a los votantes estadounidenses, pero también al público mundial. Sus intentos de revertir la inmigración -una piedra angular de la globalización, así como del libre mercado- indignaron a los liberales, pero también abrumaron a quienes crecieron con la ideología termodinámica. Joe Biden, aunque no abandonó la política exterior de Trump, se esforzó por prolongar la ideología de la posguerra fría, incluso cuando el estallido de la guerra entre Rusia y Ucrania parecía una vuelta a la propia Guerra Fría.
Aunque la ideología termodinámica resonó entre los liberales de todo el mundo, desde Japón hasta Alemania, ahora está condenada al fracaso, lo que deja sin papel a Biden y a los demócratas en la actual etapa de planetarización -un término que utilizó para distinguir la era actual de la primera fase de la globalización.3 El final de esta primera fase viene indicado por el deseo de EEUU de desvincularse económicamente de China, y por la consiguiente defensa de China de la globalización del libre mercado -una retórica inimaginable en los años 90 y principios de los 2000, cuando EEUU era el principal promotor de la globalización. Los buenos tiempos de la mano de obra barata en el extranjero provocaron la pérdida de puestos de trabajo de la clase obrera en Estados Unidos. La «mano invisible» puede ser teóricamente correcta, pero no parece explicar los «celos del comercio» que marcan el empeoramiento de la situación descrita por J. D. Vance:
La candidatura de Trump es música para los oídos [de la clase trabajadora blanca]. Critica a las fábricas que envían empleos al extranjero. Su tono apocalíptico coincide con sus experiencias sobre el terreno. Parece que le encanta molestar a las élites, algo que mucha gente desearía poder hacer, pero no puede porque carece de plataforma.4
Esta es la paradoja de la globalización, que consolidó el poder imperial estadounidense mediante la expansión del mercado mundial. Al final, se vuelve al Estado con la esperanza de que detenga o al menos modifique este proceso, de ahí el retorno al nacionalismo, al estatismo, a la religión nacional. Esta contradicción conduce a lo que Hegel llamó «conciencia desventurada», la conciencia de una contradicción sin saber cómo superarla. En la Fenomenología del Espíritu, se nos dice que el espíritu progresa según su grado de madurez e independencia (es decir, autoconciencia). Frente al confinamiento en el pensamiento de sí mismo característico del estoicismo y la renuncia a la exterioridad del escepticismo, la conciencia desventurada llega a un momento en que afirma al otro sin reconocerlo como el otro del yo, o sin reconocer al yo como la unidad de ambos. Este es también el paso a lo que Hegel llamó conciencia judía, en la que una dualidad de extremos sitúa a la esencia tan lejos de la existencia, a Dios (lo inmutable) tan lejos de la humanidad, que ésta queda varada en lo inesencial. En el cristianismo, una unidad entre lo inmutable y lo particular se encarna en la figura de Cristo como Dios también inmutable; sin embargo, tal unidad es otra conciencia desventurada, porque tanto lo inmutable como lo particular siguen siendo «otros».
Para el neorreaccionario Peter Thiel, esta contradicción surgió cuando Occidente dejó de beneficiarse de la globalización que inició. Por el contrario, Occidente se volvió vulnerable tras los atentados del 11-S. Thiel identificó la raíz de este problema en la Ilustración, cuyos valores como la libertad y la democracia fueron en su día la piedra angular de la construcción republicana del Estado, pero que habían perdido su eficacia para hacer frente a la política internacional. Esto resuena claramente con el feroz ataque de Carl Schmitt contra la democracia liberal por dar prioridad a la discusión interminable pero no a la decisión, lo que hace vulnerable al Estado, especialmente en tiempos de crisis. Análogamente, todos los elementos centrales del discurso de los neorreaccionarios pueden encontrarse en la teoría del Estado de Schmitt: la crítica a la democracia liberal, el legado de la teología política y la exigencia del vitalismo político. La tarea clave para Thiel no es exactamente negar la Ilustración, sino preguntarse cómo puede Occidente «preservarse» a sí mismo:
El Occidente moderno ha perdido la fe en sí mismo. En el periodo de la Ilustración y posterior a ella, esta pérdida de fe liberó enormes fuerzas comerciales y creativas. Al mismo tiempo, esta pérdida ha hecho vulnerable a Occidente. ¿Hay alguna forma de fortalecer el Occidente moderno sin destruirlo del todo, una forma de no tirar al niño con el agua de la bañera?5
En otras palabras, ¿cómo puede Occidente -ahora en gran medida Estados Unidos- mantener su poder imperial sin sufrir los inconvenientes de la globalización? La crisis de autoconservación es también el momento del estado de excepción. La candidatura de Trump no era una elección entre fascismo y no fascismo, como podría haber deseado la campaña de Kamala Harris, pues hay que entender que tratando de evitar el peligro se acaba en la catástrofe. La derrota de Harris, que no tenía ninguna propuesta política excepcional más allá de sostener las normas existentes, fue sólo un momento de autoconciencia para el espíritu estadounidense, si seguimos aquí el vocabulario de Hegel.
Cada vez estoy más convencido de que necesitamos volver al concepto de Hegel de historia mundial y espíritu mundial para explicar la psicología histórica de la época moderna. Sólo comprendiendo a Hegel y la economía del espíritu podríamos evitar convertirnos en meros elementos del algoritmo dialéctico y, en su lugar, reajustar las reglas o inventar un nuevo juego. Alexander Kojève, un importante lector de Hegel que lo popularizó entre los intelectuales franceses de la primera mitad del siglo XX, entendía a Hegel como esencial para comprender el proceso mundial, pero también se resistía a Hegel. Unos meses antes de mayo de 1968, Kojève admitió que pensaba que Hegel se equivocaba al afirmar que Napoleón marcó el fin de la historia. En realidad fue Stalin, afirmaba Kojève:
El fin de la historia no era Napoleón, era Stalin, y yo sería el encargado de anunciarlo, con la diferencia de que no tendría la suerte de ver a Stalin pasar a caballo por delante de mi ventana, pero en fin… Después de la guerra, lo entendí. No, Hegel no se equivocó; dio la fecha exacta del fin de la historia, 1806. ¿Qué ha pasado desde entonces? Nada en absoluto, sólo la alineación de las provincias [del imperio]. La revolución china no es más que la introducción del Código Napoleónico en China. La famosa aceleración de la historia de la que todo el mundo habla: ¿se han dado cuenta de que, a medida que se acelera, el movimiento histórico avanza cada vez menos?6
1968 fue el año de un movimiento estudiantil mundial, un acontecimiento histórico mundial que coincidió con la muerte de Kojève y con los inicios de una economía liberal en Europa. Kojève, experimentado diplomático francés -y agente del KGB soviético-, vio claramente cómo el movimiento histórico se estancaba con un Estado homogéneo universal, o con el triunfo de la ideología termodinámica. De cualquier modo, su resistencia contra Hegel vuelve a caer en la lógica de Hegel. Pero el espíritu mundial nunca fue Napoleón o Stalin, sino una necesidad lógica del propio proceso histórico, de la exigencia de superar una contradicción que conduce a la conciencia desventurada. Desde el punto de vista de esta economía del espíritu, la victoria de Trump sólo podía esperarse, no porque Trump sea un gran líder -al contrario, parece más bien un estafador-, sino porque comprendió el clima político a tiempo para subirse a su ola. Y ahora podemos prever la inversión del orden de la globalización como parte del proceso mundial.
También podemos prever la realización del pensamiento neorreaccionario. Echando la vista atrás a 2017, algunas de esas figuras clave de la neorreacción han crecido aún más en influencia desde entonces. Curtis Yarvin se ha convertido casi en un nombre familiar entre los estadounidenses; Nick Land sigue observando el proceso mundial desde Shanghái, mientras que su Ilustración Oscura ha ganado popularidad entre los jóvenes lectores de China. J. D. Vance y Elon Musk han unido sus fuerzas bajo el disfraz de la democracia, una palabra mágica política en Occidente y Oriente que señala la imposibilidad de ser políticamente incorrecto.
Es demasiado pronto para saber cómo utilizará el régimen de Trump el poder económico y militar estadounidense para cambiar la geopolítica. Cualquier expectativa de que Trump traerá la paz al mundo es un remanente de una era anterior de poder imperial estadounidense, con sus autoflagelantes historias de superhéroes. Esta expectativa aparece además como una ilusión cuando uno se da cuenta de que el proceso mundial, que exige una interrogación intelectual radical, está mucho más allá de cualquier persona o país. El mundo se ha estancado desde la crisis financiera de 2008, que sugirió el fracaso de la globalización neoliberal. La escalada de guerras de los últimos años es consecuencia de una persistente visión del mundo posterior a la Guerra Fría que ya no se encuentra en casa en el mundo, o de una Guerra Fría que en realidad nunca terminó, sino que continuó bajo el disfraz de la globalización.
¿Seguirá triunfando el poder imperial del siglo XX en el siglo XXI? Hoy en día, la guerra por la tecnología ha pasado a un primer plano, y los Estados se agrupan ahora más o menos en torno a diferentes afinidades por el avance tecnológico. Lo vemos en la alianza entre países que producen microchips a nanoescala, mientras que en la Guerra Fría eran las armas nucleares. El reciente lanzamiento de DeepSeek y la conmoción que causó en Occidente no hace sino confirmar esta observación. También lo vemos en los bloques que comparten infraestructuras tecnológicas como sistemas de comunicación y ferrocarriles. Rusia, China y otros países pueden disputarse el poder imperial, pero al hacerlo, ¿se están convirtiendo también en potencias imperiales? Esta es una pregunta crítica si nos atrevemos a imaginar una fase nueva y diferente de la globalización, o a desarrollar un pensamiento adecuado a la actual fase de planetarización.
EE.UU. ya ha entrado en conflicto con potencias imperiales en desarrollo; en respuesta, Europa ha estado intentando afirmar su soberanía, pero su rumbo aún no es seguro: desde la petición co-firmada por Habermas y Derrida para que Europa se distancie del unilateralismo estadounidense de la Guerra de Irak, hasta la reiteración de Macron tras su visita a China en 2023, parece que no ha pasado nada. Ya en la década de 1930, Carl Schmitt identificó el peligro del imperialismo estadounidense; señaló la manipulación por parte de Estados Unidos de la Doctrina Monroe a principios de siglo para movilizar a Japón con el fin de abrir el mercado chino y acceder a su capital. Schmitt sostenía que el Estado-nación declinaría ante el imperialismo estadounidense.7 Por supuesto, Schmitt era un teórico jurídico nazi, lo que podría convertir sus ideas en tabú para los progresistas, sugiriendo que la idea de Yarvin de una «catedral» hipócrita no es del todo errónea. No obstante, las alianzas de la Guerra Fría son insuficientes para responder a la actual condición planetaria y a sus crisis interrelacionadas de clima, IA y geopolítica.
El teórico político Moritz Rudolph ha satirizado el espíritu del mundo como un salmón que nació en Oriente y luego viajó a Occidente. Creció en Grecia, escribe Rudolph, y alcanzó la edad adulta en el Estado prusiano de la época de Hegel, antes de regresar a la corriente de su nacimiento para desovar y morir.8 Este viaje es el devenir de la autoconciencia, así como de la liberación (Befreiung). Como un salmón, el espíritu del mundo regresa ahora al lugar donde empezó y donde probablemente acabará. Esta retórica recuerda a las proclamas que se hacen hoy en China sobre un Oriente en ascenso y un Occidente en declive (东升西降), lo que podría parecer una buena dialéctica, quizá demasiado buena para ser verdad. Occidente está atrapado en una conciencia desventurada, resentida por la forma en que la globalización benefició a los países no occidentales al tiempo que hizo que el propio Occidente perdiera su competencia e identidad. De forma similar, Oswald Spengler se lamentaba de que Occidente exportara tecnología a Japón a principios del siglo XX, sólo para que Japón pasara del rango de alumno al de maestro con su derrota de Rusia en la guerra de 1905.9
Oriente está atrapado en una conciencia desventurada de otro tipo. Se basa en la necesidad de asimilarse al proyecto de modernización occidental, que conduce a la disolución de sus propias tradiciones, valores y estructura social basada en la familia.Un símbolo de ello podrían ser los gigantescos proyectos de infraestructuras en Oriente, que van desde trenes de alta velocidad a centros de bases de datos: lo sublime del desarrollo tecnológico que sustituye a lo sublime de enfrentarse a la naturaleza, el factor «wow» y los likes en las redes sociales que sustituyen al respeto religioso (Achtung).En Asia Oriental, la modernización acelerada extiende el ethos consumista de las tiendas de lujo a las universidades.
Esta sobreproducción y este superdesarrollo producen problemas que Occidente ya encontró en el pánico a la miseria espiritual del siglo XX. La superproducción y el superdesarrollo no significan sólo un exceso de productos, sino también un exceso de órganos protésicos que el alma no puede sostener, como la forma en que Henri Bergson identificó la inminente Primera Guerra Mundial como una ruptura organológica. Para Bergson, el origen de la guerra no era meramente económico, sino también tecnológico, a raíz de la expansión sin precedentes en el siglo XIX de las prótesis artificiales; ante la incapacidad de las sociedades para incorporar las nuevas extensiones, la guerra se convirtió en el medio de apaciguar el malestar del alma.Paradójicamente, para superar a Occidente, Oriente tendrá que acelerar más en todos los ámbitos, lo que no hará sino ahondar su melancolía. Para hacer frente a esta conciencia desventurada, Oriente tendrá que reinventar el concepto de modernización dándole una nacionalidad, para crear la ilusión de avanzar en la dirección de la historia. ¿Podemos decir realmente que Oriente y Occidente desarrollan dos proyectos o agendas diferentes? No hay mente más clara que la de Carl Schmitt a este respecto: «Oriente, en particular, se apoderó de la filosofía de la historia de Hegel del mismo modo que se apoderó de la bomba atómica y de otros productos de la intelectualidad occidental para realizar la unidad del mundo de acuerdo con sus planes.»10
Podemos continuar haciendo una larga lista de estos «otros productos». Las potencias imperiales seguirán compitiendo por los recursos para mantener el desarrollo desigual del mundo. Por desgracia, muchos intelectuales comparten la ilusión de que estas potencias se sentarán a la mesa, se escucharán, resolverán sus diferencias y colaborarán. Pero ni la cultura ni el entendimiento están en juego en esta lucha de poder más amplia, y quienes no han despertado a esto sólo repetirán el cliché del «choque de civilizaciones» insistiendo en el respeto de las diferencias culturales.De hecho, Oriente y Occidente están desarrollando el mismo plan, la misma tecnología y la misma filosofía de la historia para la dominación, por lo que ya no son distinguibles en este proceso mundial. Como dijo Jean-Luc Nancy, el Extremo Oriente (extrême orient) se convierte en el Extremo Occidente (extrême occident).11
¿Cómo se sale de la conciencia desventurada? René Girard, el méta penseur de Thiel, Vance y los neorreaccionarios, desarrolló una teoría del chivo expiatorio que exige el sacrificio de algo para resolver un conflicto dentro de una comunidad y restaurar la «pureza», como con el sacrificio de Jesucristo. La «impureza» que hay que sacrificar podrían ser los inmigrantes que amenazan a los blancos rurales, o la aberración de los propios votantes de Trump, o la feroz competencia económica y tecnológica de China con Estados Unidos. La palabra griega para chivo expiatorio es pharmākos, estrechamente relacionada con pharmakon, que significa tanto “veneno” como “remedio”. El chivo expiatorio es el remedio para la comunidad que también envenena a la comunidad. Girard reconoció esta paradoja: «La víctima es sagrada, es criminal matarla; pero la víctima es sagrada sólo porque hay que matarla.»12 Ya sea remedio o veneno, se hace necesaria una decisión respecto al chivo expiatorio; un veneno puede transformarse en remedio, y un remedio puede desacreditarse como veneno. Vance expresó su escepticismo sobre el chivo expiatorio, identificando «los esfuerzos por trasladar la culpa y nuestras propias insuficiencias a una víctima» como «un fallo moral, proyectado violentamente sobre otra persona», pero aún así no pudo resistirse a sacrificar a los inmigrantes haitianos.13 De hecho, es difícil resistirse a la conveniencia de buscar chivos expiatorios, como cuando Trump culpa a la DEI del reciente accidente aéreo de Washington, DC, o cuando los llamados intelectuales progresistas culpan a los inmigrantes latinoamericanos de votar a Trump. Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿Puede el chivo expiatorio aliviar la conciencia desventurada, o sólo mantiene una contradicción que nunca podrá resolverse?
Todas las polarizaciones corren el riesgo de quedarse atascadas en una conciencia desventurada e infeliz; todos los esfuerzos por resolver la polarización mediante una mayor polarización sólo profundizarán la infelicidad. Como ya se ha dicho, el obstáculo no está en ningún malentendido ni en la falta de voluntad para escuchar. En la Antigüedad, la legitimidad procedía de la mitología, pero hoy la legitimidad del chivo expiatorio procede de la economía y la tecnología. Los antiguos griegos utilizaban otro mecanismo para restablecer el orden social y colectivo: la tragedia. Girard trató de equiparar su teoría del sacrificio con la tragedia alineando la katharsis (purificación) de Aristóteles con la necesidad de violencia y miedo de la tragedia, pero debemos tener cuidado en este punto.14 Es en la tragedia donde Nietzsche vio una interacción entre las pulsiones apolínea y dionisíaca, de nuevo una polarización irreconciliable que más tarde se abandonó en pos de la racionalidad, que sin embargo sigue acompañando a la decadencia moderna.
Mucho más que lo que Aristóteles llamaba katharsis, la tragedia griega implica una forma lógica, más tarde identificada por Schelling y notablemente reconocida por Péter Szondi: «Desde Aristóteles existe una poética de la tragedia. Sólo desde Schelling existe una filosofía de lo trágico».15 La oposición se resolvía mediante una afirmación que trascendía la oposición entre libertad y destino. Siguiendo el vocabulario hegeliano, hay que preguntarse en qué consiste una verdadera reconciliación. No se puede trascender la conciencia desventurada sin volverse hacia la razón, porque la razón es la única resolución, y la historia del mundo es la historia de la razón. La razón es el discurso más poderoso de Occidente, ya que lo que la contradice es inevitablemente la sinrazón, que es análoga a un enemigo justo. Del mismo modo, Oriente no puede recurrir a la sinrazón para combatir a Occidente; pero ¿acaso recurrir a la razón para operar en el marco de Occidente acaba en la bomba atómica, como afirmaba Schmitt?
Es necesario afirmar y expandir la razón más allá de Occidente. Tal expansión no es sólo geográfica y universalizadora; también, en términos de lógica, permite que florezca la diversidad. Kant utiliza el término Erweiterung para describir una expansión de la razón teórica a la luz de entidades que no puede demostrar y probar, pero que son necesarias para la razón práctica. Concluí mi ensayo de 2017 con lo siguiente:
Tal vez deberíamos conceder al pensamiento una tarea opuesta a la que le encomendó la filosofía de la Ilustración: fragmentar el mundo según la diferencia en lugar de universalizar a través de lo mismo; inducir lo mismo a través de la diferencia, en lugar de deducir la diferencia a partir de lo mismo. Un nuevo pensamiento histórico-mundo tiene que surgir frente al desmoronamiento del mundo.
He profundizado en este punto en todos mis principales escritos desde La pregunta por la técnica en China (2016), especialmente en los recientes libros Post-Europe (2024) y Machine and Sovereignty (2024).16 No se me ocurre mejor conclusión para este ensayo. Sólo puedo añadir que tal fragmentación exige la búsqueda de un auténtico pluralismo -en otras palabras, una filosofía adecuada a la actual condición planetaria-, especialmente cuando el término «pluralismo» es rutinariamente apropiado tanto por la izquierda como por la derecha. En su teoría del Großraum, Schmitt desarrolló una idea de pluralismo político contra el universalismo -a saber, el imperialismo estadounidense- que más tarde retomó Alexander Dugin cuando desarrollaba su idea del Großraum euroasiático. Los antropólogos contemporáneos que estudian los conceptos indígenas de la naturaleza también han sugerido que el pluralismo ontológico podría ayudar a superar las restricciones del conocimiento occidental desde el surgimiento de la modernidad. Pero, ¿cómo podemos estar seguros de que ese pluralismo no es sólo un monismo disfrazado, de que la resistencia no sólo contribuye a la hegemonía contra la que lucha? En las últimas décadas hemos visto cómo la promesa del pluralismo bajo el neoliberalismo se derrumba en monismo; y hemos visto cómo el pluralismo en la naturaleza fue conquistado por la cultura monotecnológica. Cualquier pluralismo futuro tendrá que enfrentarse a la prueba de la tecnología, tal como anticipó Schmitt. Sin renunciar al término «pluralismo», yo apelaría a un pluralismo que sea epistemológico al mismo tiempo que tecnológico, una práctica basada en una matriz formada por la biodiversidad, la noodiversidad y la tecnodiversidad, que sugiero como punto de partida para concebir un pensamiento planetario.17
_
[1] Yuk Hui, Yuk Hui, “On the Unhappy Consciousness of Neoreactionaries,” revista e-flux, nº 81 (abril de 2017). «Sobre la conciencia desventurada de los neorreaccionarios», en Fragmentar el futuro trad. Tadeo Lima (Caja Negra, 2020).
[2] Jean-François Lyotard, “The Wall, the Gulf, and the Sun,” in Political Writings, trad. Bill Readings y Kevin Paul Geiman (UCL Press, 1993), 114.
[3] Abundo en el uso de este término en mi reciente libro Machine and Sovereignty: For a Planetary Thinking (University of Minnesota Press, 2024).
[4] J. D. Vance, “Trump: Tribune of Poor White People,” entrevista por Rod Dreher, American Conservative, July 22, 2016.
[5] Peter Thiel, “The Straussian Moment,” en Studies in Violence, Mimesis, and Culture: Politics and Apocalypse, ed. Robert Hamerton-Kelly (Michigan State University Press, 2007), 207.
[6] Alexandre Kojève, “Les philosophes ne m’intéressent pas, je cherche des sages” (enero de 1968), Le Grand Continent, 25 de diciembre de 2020. Traducción mía.
[7] Carl Schmitt, “Großraum gegen Universalismus” (1939), en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles, 1923-1939 (Duncker y Humblot, 1994), 299.
[8] Moritz Rudolph, Der Weltgeist als Lachs (El espíritu universal como salmón) (Matthes und Seitz, 2021).
[9] Oswald Spengler, Man and Technics: A Contribution to a Philosophy of Life (Greenwood Press, 1967), 100-1.
[10] Carl Schmitt, “Die Einheit der Welt”, en Staat, Großraum, Nomos (Duncker und Humblot, 2021), 505: “Der Osten insbesondere hat sich der Geschichtsphilosophie Hegels nicht anders bemächtigt, wie er sich der Atombombe und anderer Erzeugnisse der westlichen Intelligenz bemächtigt hat, um die Einheit der Welt im Sinne seiner Planungen zu verwirklichen.” Traducción mía.
[11] Jean-Luc Nancy, “A Different Orientation,” en Derrida, Supplements, trans. Anne O’Byrne (Fordham University Press, 2023), 125–26.
[12] René Girard, Violence and the Sacred, trad. Patrick Gregory (Johns Hopkins University Press, 1977), 1. En el libro Girard también discute la relación entre pharmakon y pharmākos refiriéndose a “la Farmacia de Platón” de Derrida.
[13] Ian Ward, “J. D. Vance’s Scapegoating Theory Is Playing Out in Real Time,” Politico, 18 de septiembre de 2024
[14] Girard, Violence and the Sacred, 295. Dos páginas después Girard se apresura a afirmar que “el pharmakon de Platón es como la katharsis de Aristóteles.”
[15] Péter Szondi, An Essay on the Tragic, trans. Paul Fleming (Stanford University Press, 2002), 1. Véase también Yuk Hui, Art and Cosmotechnics (University of Minnesota Press y e-flux, 2021), §2, 9-20.
[16] Realicé un estudio sistemático a lo largo de tres volúmenes que considero una trilogía: Recursivity and Contingency (Recursividad y contingencia) (2019 / 2022), Art and Cosmotechnics (Arte y Cosmotécnica) (2021) y Machine and Sovereignty (2024).
[17] Mi libro Machine and Sovereignty concluye con una elaboración de este planteamiento.
_
Imagen: Francisco Goya, El sueño de la razón trae monstruos, 1799. Licencia: Dominio público.
Traducción: Hugo Esquinca Villafuerte